viernes, 16 de enero de 2015

La meditación diaria por Dietrich Bonhoeffer




Podría preguntarse por qué se necesita para ella un tiempo especial, siendo así que todos sus elementos están incluidos ya en el culto común. Intentaremos explicarlo.

El tiempo de la meditación diaria debe estar dedicado exclusivamente a la reflexión bíblica personal, a la oración personal y a nuestra intercesión personal. Los experimentos espirituales no tienen cabida aquí. Pero debemos dar a esas tres cosas el tiempo necesario ya que Dios mismo nos lo exige. Aunque durante largo tiempo la meditación no fuese otra cosa que un rendir cuentas de la pobreza de nuestro culto, ya sería suficiente.

Este tiempo de meditación personal no es un salto en el vacío sin fondo de la soledad, sino una ocasión de encontrarnos a solas con la palabra de Dios. Se nos ofrece así una base sólida sobre la que afirmarnos y una pauta segura para el camino.

Mientras que en el culto comunitario leemos de forma continuada un texto largo, aquí nos contentamos con un texto breve, seleccionado, y que puede ser el mismo a lo largo de toda la semana. Si la lectura en común nos lleva a conocer la sagrada Escritura en toda su totalidad y amplitud, aquí descendemos a la profundidad insondable de cada frase «para que podáis comprender, en unión de todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la profundidad y la altura» (Ef. 3:18).

En la lectura del texto de nuestra meditación diaria contamos con la promesa de que tiene algo muy personal que decirnos hoy para nuestra vida cristiana, y de que es palabra de Dios no solamente para la comunidad sino también para cada uno de nosotros. Nos exponemos a la frase o a la palabra que leemos hasta que nos llega al corazón. Con esto no hacemos sino lo que hace a diario el cristiano más sencillo y menos instruido: leer la palabra de Dios como palabra de Dios para nosotros. Así no nos preguntamos qué puede decir tal texto a otras personas, qué uso podemos hacer de él en la predicación o en la enseñanza, sino qué nos dice personalmente a nosotros. Es cierto que antes debemos haberlo comprendido en su contexto, pero no se trata de hacer aquí exégesis o un estudio bíblico, ni una preparación para la predicación, sino de conocer lo que la palabra de Dios quiere decirnos. Este intento no es una esperanza vacía, se funda en una promesa clara de Dios. Sin embargo, a veces estamos tan invadidos y desbordados de pensamientos, imágenes y preocupaciones, que ha de pasar un tiempo hasta que la palabra de Dios logre abrirse paso hasta nuestro corazón. Pero su llegada es tan cierta como lo fue y sigue siéndolo la de Dios entre los hombres. Por eso debemos comenzar nuestra meditación diaria pidiendo a Dios que nos envíe su santo Espíritu para que nos revele la Escritura y nos ilumine.

No es necesario que lleguemos siempre al final del texto del día. Con frecuencia tendremos que detenernos en una frase o incluso en una palabra, que nos retendrá con tal fuerza que nos será difícil desasirnos. ¿Acaso no bastan a menudo las palabras «padre», «amor», «misericordia», «cruz», «santificación», para llenar de sobra el breve espacio de nuestra meditación?

No es necesario que en la meditación nos esforcemos en pensar y orar con palabras. A veces son preferibles la reflexión y la oración silenciosas, frutos de una actitud receptiva.

Tampoco es preciso que nos empeñemos en descubrir pensamientos originales; no harían sino distraernos y halagar nuestra vanidad. Basta con que la palabra de Dios penetre y haga su morada en nosotros tal como nos llega al leerla y comprenderla. De la misma manera que María «guardaba en su corazón» la palabra de los pastores, y la palabra de un hombre nos persigue a veces durante mucho tiempo, habitándonos y trabajando en nosotros, inquietándonos o haciéndonos feliz, sin que podamos hacer nada para impedirlo, así también la palabra de Dios intenta penetrar y permanecer en nosotros, para actuar en nuestro corazón, de modo que en todo el día no podamos desprendemos de ella: así es como lleva a cabo frecuentemente su obra sin que nosotros seamos conscientes de ello.

En fin, tampoco es necesario que nuestra meditación sea para nosotros ocasión de tener todo tipo de experiencias inesperadas y extraordinarias. Ciertamente pueden presentarse, pero su ausencia no significa que la meditación haya sido inútil. Frecuentemente -y no sólo al principio- experimentaremos gran sequedad interior, indiferencia, falta de alegría, incluso la incapacidad para meditar. No debemos permitir que estas experiencias nos detengan o nos hagan desistir de nuestra paciencia y fidelidad. Por eso no debemos darles una importancia excesiva. Nuestro antiguo orgullo y nuestra pretensión sacrílega de poner a Dios a nuestro servicio están siempre al acecho: nos persuaden de que tenemos derecho a toda una serie de experiencias siempre beneficiosas y entusiastas, y que nuestra pobreza espiritual es indigna
de nosotros. Con este piadoso pretexto se infiltran en nosotros, impidiéndonos avanzar.

La impaciencia, los autorreproches, no hacen sino fomentar nuestra arrogancia y hundirnos, cada vez más profundamente, en la trampa de la introspección. Pero lo que vale para la vida cristiana en general, también es válido para la meditación personal: ésta no es tiempo para la introspección. Sólo la palabra debe retener nuestra atención y debemos someter todo a su eficacia. Es posible que Dios mismo nos envíe esas horas de vacío y aridez espiritual para que aprendamos a esperarlo todo de su palabra. «Busca a Dios, no la alegría», es la regla fundamental de la meditación personal. Y su promesa, ésta: es buscando únicamente a Dios como tú encontrarás la alegría.

Dietrich Bonhoeffer

del libro "La vida en comunidad", pp. 74-77.

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