Podría
preguntarse por qué se necesita para ella un tiempo especial, siendo
así que todos sus elementos están incluidos ya en el culto común.
Intentaremos explicarlo.
El
tiempo de la meditación diaria debe estar dedicado exclusivamente a
la reflexión bíblica personal, a la oración personal y a nuestra
intercesión personal. Los experimentos espirituales no tienen cabida
aquí. Pero debemos dar a esas tres cosas el tiempo necesario ya que
Dios mismo nos lo
exige. Aunque durante
largo tiempo la meditación no fuese otra cosa que un rendir cuentas
de la pobreza de nuestro culto, ya sería suficiente.
Este
tiempo de meditación personal no es un salto en el vacío sin fondo
de la soledad, sino una ocasión de encontrarnos a solas con la
palabra de Dios. Se nos ofrece así una base sólida sobre la que
afirmarnos y una pauta segura para el camino.
Mientras
que en el culto comunitario leemos de forma continuada un texto
largo, aquí nos contentamos con
un texto breve,
seleccionado, y que puede ser el mismo a
lo largo de toda la semana. Si la lectura en común nos lleva a
conocer la sagrada Escritura en toda su totalidad y amplitud, aquí
descendemos a la profundidad insondable de cada frase «para que
podáis comprender, en unión de todos los santos, cuál es la
anchura, la longitud, la profundidad y la altura» (Ef. 3:18).
En
la lectura del texto de nuestra meditación diaria contamos con la
promesa de que tiene algo muy personal que decirnos hoy para nuestra
vida cristiana, y de que es palabra de Dios no solamente para la
comunidad sino también para cada uno de nosotros. Nos exponemos a la
frase o a la palabra que leemos hasta que nos llega al corazón. Con
esto no hacemos sino lo que hace a diario el cristiano más sencillo
y menos instruido: leer la palabra de Dios como palabra de Dios para
nosotros. Así no nos preguntamos qué puede decir tal texto a otras
personas, qué uso podemos hacer de él en la predicación o en la
enseñanza, sino qué nos dice personalmente a nosotros. Es cierto
que antes debemos haberlo comprendido en su contexto, pero no se
trata de hacer aquí exégesis o un estudio bíblico, ni una
preparación para la predicación, sino de conocer lo que la palabra
de Dios quiere decirnos. Este intento no es una esperanza vacía, se
funda en una promesa clara de Dios. Sin embargo, a veces estamos tan
invadidos y desbordados de pensamientos, imágenes y preocupaciones,
que ha de pasar un tiempo hasta que la palabra de Dios logre abrirse
paso hasta nuestro corazón. Pero su llegada es tan cierta como lo
fue y sigue siéndolo la de Dios entre los hombres. Por eso debemos
comenzar nuestra meditación diaria pidiendo a Dios que nos envíe su
santo Espíritu para que nos revele la Escritura y nos ilumine.
No
es necesario que lleguemos siempre al final del texto
del día. Con frecuencia tendremos que detenernos en una frase o
incluso en una palabra, que nos retendrá con tal fuerza que nos será
difícil desasirnos. ¿Acaso no bastan a menudo las palabras «padre»,
«amor», «misericordia», «cruz», «santificación», para llenar
de sobra el breve espacio de nuestra meditación?
No
es necesario que en la meditación nos esforcemos en pensar y orar
con palabras. A veces son preferibles la reflexión y la oración
silenciosas, frutos de una actitud receptiva.
Tampoco
es preciso que nos empeñemos en descubrir pensamientos originales;
no harían sino distraernos y halagar nuestra vanidad. Basta con que
la palabra de Dios penetre y haga su morada en nosotros tal como nos
llega al leerla y comprenderla. De la misma manera que María
«guardaba en su corazón» la palabra de los pastores, y la palabra
de un hombre nos persigue a veces durante mucho tiempo, habitándonos
y trabajando en nosotros, inquietándonos o haciéndonos feliz, sin
que podamos hacer nada para impedirlo, así también la palabra de
Dios intenta penetrar y permanecer en nosotros, para actuar en
nuestro corazón, de modo que en todo el día no podamos desprendemos
de ella: así es como lleva a cabo frecuentemente su obra sin que
nosotros seamos conscientes de ello.
En
fin, tampoco es necesario que nuestra meditación sea para nosotros
ocasión de tener todo tipo de experiencias inesperadas y
extraordinarias. Ciertamente pueden presentarse, pero su ausencia no
significa que la meditación haya sido inútil. Frecuentemente -y no
sólo al principio- experimentaremos gran sequedad interior,
indiferencia, falta de alegría, incluso la incapacidad para meditar.
No debemos permitir que estas experiencias nos detengan o nos hagan
desistir de nuestra paciencia y fidelidad. Por eso no debemos darles
una importancia excesiva. Nuestro antiguo orgullo y nuestra
pretensión sacrílega de poner a Dios a nuestro servicio están
siempre al acecho: nos persuaden de que tenemos derecho a toda una
serie de experiencias siempre beneficiosas y entusiastas, y que
nuestra pobreza espiritual es indigna
de
nosotros. Con este piadoso pretexto se infiltran en nosotros,
impidiéndonos avanzar.
La
impaciencia, los autorreproches, no hacen sino fomentar nuestra
arrogancia y hundirnos,
cada vez más profundamente, en la trampa de la introspección. Pero
lo que vale para la vida cristiana en general, también es válido
para la meditación personal: ésta no es tiempo para la
introspección. Sólo la palabra debe retener nuestra atención y
debemos someter todo a su eficacia. Es posible que Dios mismo nos
envíe esas horas de vacío y aridez
espiritual para que aprendamos a esperarlo todo de su palabra. «Busca
a Dios, no la alegría», es la regla fundamental de la meditación
personal. Y su promesa, ésta: es buscando únicamente a Dios como tú
encontrarás la alegría.
–Dietrich
Bonhoeffer
del libro "La
vida en comunidad", pp. 74-77.
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