El
pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los
ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no
tiene valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora
en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en
que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es el don de Dios, no
es la fe de los elegidos.
La verdadera fe
constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace sentir que
todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es
suficiente.
La persona que
pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida
mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan
tal concepto de regeneración.
Si
no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida
santa, no hay un nuevo nacimiento.
La santificación
constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora
en el creyente
El Espíritu nunca
está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su
presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida
del creyente.
Nos dice San Pablo:
“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5.22-23).
Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero
allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte
espiritual delante de Dios.
Al Espíritu se lo
compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con
los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay
viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así
podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona por los
efectos que produce en su vida y conducta.
Podemos estar bien
seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el
Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo
imprime en los creyentes.
Si alguien se gloría
de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas,
vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su actitud
viene a ser una perversa injuria a Dios.
Un “santo” en el
que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de
monstruo que no se conoce en la Biblia.
Por más que se me
tilde de legalista en este aspecto, me mantengo firme en lo dicho:
“sin esfuerzo no hay provecho”. Antes esperaría una buena
cosecha de un agricultor que sembró sus campos pero nunca los cuidó,
que ver frutos de santificación en un creyente que ha descuidado la
lectura de la Biblia, la oración y el Día del Señor. Nuestro Dios
obra a través de los medios.
El cristiano
verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino que también tiene
guerra en su interior, se lo conoce por su paz, pero también por su
conflicto espiritual.
A menos que nuestra
fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada
servirá en aquel día el que digamos que creíamos en Cristo. Una
vez que comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros
sean abiertos, tendremos que presentar evidencia. Sin la evidencia de
una fe real y genuina en Cristo, nuestra resurrección será para
condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la
santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo
cierto sobre el futuro, es la realidad de un juicio; y si hay algo
cierto sobre este juicio, es que las “obras” y “hechos” del
hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).
La noción de un
purgatorio después de la muerte, que convertirá a los pecadores en
santos, es algo que no encontramos en la Biblia; es una invención
del hombre.
Cuando el águila
sea feliz en la jaula, el cordero en el agua, la lechuza ante el
brillante sol de mediodía y el pez sobre la tierra seca, entonces, y
sólo entonces, podríamos suponer que la persona no santificada será
feliz en el cielo
Hay un gran número
de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio,
que han contraído una familiaridad poco santa con sus palabras y sus
frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del
Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta
resulta nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente
se expresa en un lenguaje frío y petulante sobre “la conversión,
el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.”,
mientras de una manera notoria sirve al pecado o vive para el mundo.
No es sólo con la
lengua que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes
sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe;
debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en
obra y en verdad” (1 Jn. 3.18).
No olvidemos que
allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también
cizaña. Son muchos los que, aparentemente, han sido alcanzados por
la predicación del Evangelio y cuyos sentimientos han sido
despertados pero sus corazones no han sido cambiados. Lo que en
realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar que
se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros.
Vayamos con mucho
cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales
diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en
persuadir a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a
que no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y
santificadora del Espíritu Santo.
Cuán
peligroso resulta para el alma el tomar los sentimientos y emociones
experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo
nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningún
peligro mayor para el alma.
Miles
y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad consisten
en la cantidad y abundancia de los elementos externos de la religión:
en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la
recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas
religiosas, la participación en un culto litúrgico elaborado, la
auto-imposición de austeridad y abnegación en pequeñas cosas, una
manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy posiblemente algunas
personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y realmente
creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoría de los
casos esta religiosidad externa no es más que un sustituto de la
santidad.
Es esencial a la
santificación el que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones
allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción
y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en
una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente,
como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el
colegio, el que responde al tipo bíblico del hombre santificado.
Nuestro Maestro dijo en su última oración: “No ruego que los
quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn. 17.15).
Si alguien pretende
ser un santo y mira con desprecio los Diez Mandamientos, y no le
importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso
testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo mandamiento, etc.,
en realidad se engaña terriblemente; y en el día del juicio le será
imposible probar que fue un “santo”.
El hombre
santificado tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y
aumentar la felicidad en torno suyo.
Aquel que profesa
ser cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo
asumiendo un aire de poseer grandes conocimientos, y sin preocuparle
si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al cielo o al infierno,
con tal de que él pueda ir a la iglesia con su mejor traje y ser
considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de
lo que es la santificación. Puede ser considerada como santa en la
tierra, pero ciertamente no será un santo en el cielo.
No se dará el caso
de que Cristo sea el Salvador de aquellos que no imiten su ejemplo.
Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir,
por necesidad, cierta semejanza a la imagen de Jesús (Col.3.10).
Aquellos que
continuamente se destapan con un temperamento agrio y atravesado, que
dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la
contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el
mundo está, por desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada
saben sobre la santificación.
¡Cuánta religión
hay, pues, que no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de
personas que van a la iglesia, a las capillas y que sin embargo andan
por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión es
terriblemente aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los
maestros abrieran sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las
almas a su alrededor! ¡Oh, si las almas pudieran ser persuadidas a
“huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas
pudieran ir al cielo; la Biblia no sería verdadera. ¡Pero la Biblia
es verdad y no puede mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor.
Si deseamos
verdaderamente la santificación, el curso a seguir es claro y
sencillo: debemos empezar con Cristo. Debemos acudir a El tal como
somos, como pecadores. Debemos presentarle nuestra extrema necesidad;
debemos entregar nuestras almas a Él por la fe, para así poder
obtener la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus
manos, tal como lo hacemos con el buen médico, y suplicar su gracia
y su misericordia. No esperemos a poder traer y ofrecer algo en
nuestras manos. El primer paso para la santificación, al igual que
para la justificación, es acudir a Cristo por fe.
A medida que aumente
nuestra visión espiritual más nos daremos cuenta de nuestra
imperfección. Éramos pecadores cuando empezamos, y pecadores nos
veremos a medida que vayamos avanzando. Sí, pecadores regenerados,
perdonados y justificados, pero pecadores hasta el último momento de
nuestras vidas. La perfección absoluta de nuestras almas todavía
habrá de estar por delante, y la expectación de la misma debería
ser una gran razón para hacernos desear más y más el cielo.
Los creyentes que no
hacen progreso alguno en la santificación y parecen haberse
estancado, sin duda alguna es porque descuidan la comunión con
Jesús, y en consecuencia contristan al Espíritu Santo. Aquél que
en la noche antes de la crucifixión oró al Padre con aquellas
palabras de: “Santifícalos en tu verdad”, está infinitamente
dispuesto a socorrer a todo creyente que por la fe acuda a Él en
busca de ayuda.
En
el último lugar, nunca nos avergoncemos de dar demasiada importancia
al tema de la santificación… y de nuestros deseos de conseguir una
elevada santidad. Por más que algunos se contenten con unos logros
muy pobres y miserables y otros no se avergüencen de vivir vidas que
no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y
sigamos adelante en pos de una santidad eminente. He aquí la manera
de ser realmente felices.
—J.C Ryle
Notas personales del libro "La santificación de J.C. Ryle hechas por el hermano Alian Zamora Hernández compartidas tambien en la pagina de la Iglesia Bautista Sola Escritura de la cual es uno de los administradores puedes encontrar mas material de edificación en su pagina.